a La Nación 22/10/2010
Hace unos cincuenta años mis oídos infantiles escuchaban con sano orgullo relatar a un amigo de mi padre su desplante ante los aduaneros neoyorquinos. El hombre, al llegar para una larga estadía de perfeccionamiento a los Estados Unidos, les había echado al rostro su negativa a llenar el formulario que le presentaban diciéndoles que "en nuestro país ni el más sencillo habitante se permitiría preguntar raza o religión y mucho menos contestar preguntas semejantes". No sabré si su orgullo argentino e igualitario le abrió el paso o fue la pálida tez de ese valiente hijo de gallegos, pero esa historia me quedó grabada. Para mi momentáneo héroe su reacción no fue más que algo natural, que cualquiera de sus oyentes hubiera llevado a cabo, mientras que la gracia de la anécdota radicaba más en la burla subyacente a sus sorprendidos interlocutores norteamericanos que pensaban estar en la más avanzada democracia.
En estos días, el formulario del censo nacional 2010 desmiente esa verdad de entonces de manera cruel. Las preguntas 5 y 6, en la primera hoja del formulario que se obtiene en Internet, interrogan directamente por ciertas pertenencias raciales apenas maquilladas por categorías ideológicas, a-históricas y para-antropológicas. Ni el supuesto anonimato ni la invocación de confidencialidad libran a estas preguntas de su peligroso contenido racista, en tanto se ubican en un contexto político y público, a la vez que carecen de finalidad, formulación u objetividad, científica que pudiera legitimarlas.
¿No habrá un juez que pueda librarnos de estas vergüenzas, amparándonos de este censo, o nos veremos obligados a recurrir, como aquel hombre, a plantarnos orgullosos de nuestros principios republicanos y no contestar?.
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